sábado, 21 de enero de 2012

Libreta Negra_ Escrito antes de prohibir fumar en los bares


Estoy en un bar, dónde podría estar. Es muy temprano, las ocho de la mañana o menos, la hora donde la ciudad flexiona las rodillas y sale a dar patadas hasta que a nadie le queden ganas de soñar.
El bar es un bar de barrio, poca gente, sin los colmillos a flor de piel de los que van al microcentro a morir, pero primero a matar. Hay una mesa ocupada, en realidad tres, pero los solitarios no cuentan, los solitarios miran por la ventana (o fuman) o piensan o se conforman con estar del lado de adentro del cristal. Hay una mesa, entonces, una mesa con cuatro integrantes, papá, mamá, nene, nena. El nene, porque es el nene el que ha captado mi atención, llora. Llora como si fuera la actividad para la que se preparó toda la vida, llora como si, después de esta vez, no fuera a llorar nunca más.
Intento seguir con mi vida, leer, garabatear un par de palabras en un cuaderno gastado de tanto manoseo. Pero no es posible, lo que equivale a decir que es imposible. El nene no para de llorar. Debe tener siete años, un flequillo que se aparta de la frente con un antebrazo, pero que de inmediato vuelve a caer, y mocos que van cayendo en dos surcos y que él se encarga de ir sorbiendo, pero sólo en parte. Tiene la taza de café con leche con ambas manos, pero no toma. Y llora, y su llanto, cada tanto, sube en intensidad, y luego desciende a la intensidad original, a esa intensidad media, pero no desaparece.
La madre ha intentado hacerlo callar, dos veces, pero ha perdido la fe, conoce al chico desde hace demasiado tiempo y sabe que el chico, su llanto, no va a cesar. El tema que atormenta al chico es una visita al dentista, o un partido de fútbol que se le ha prometido como contraprestación, como recompensa, en una negociación en la cual se lo ha engañado, no le han cumplido y eso lo decepciona profundamente. Y a falta de herramientas, el chico elige llorar.
La hermana del chico debe ser tres o cinco años mayor, disfruta viendo que su hermano es el problema, y elige portarse bien, sólo para mostrar que está en la vereda opuesta. El padre no habla, se hunde en su café con leche y no habla, porque necesita algo de fuerza para enfrentar las próximas doce horas de lo que sea que le espere. La madre unta una tostada con particular desinterés, y con queso descremado o desquesado también, por hacer algo y mantener las manos ocupadas. El fastidio como una bufanda transparente.
El chico retoma su berrinche. Ha juntado un poco de aire y tiene más fuerza. Eleva su planteo a un mundo que no lo comprende. El dentista, el partido de fútbol, el dolor, la injusticia, la maldad.
Me pongo de pie, me acerco hasta su mesa.
–No llorés, niño –le digo–. Dejá de llorar que esto recién empieza. Ya vas a tener oportunidades para vengarte, o de repetir la historia de estos, seguramente de entregarte, o de intentar escapar. Pero mientras tanto, por ahora, tomate el café con leche y no llores más.

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